MARJORIE (31, Salamanca). Yo misma no me entiendo, doctora. Cada vez que me digo, “hasta aquí no más, es la última vez”, vuelvo a los brazos de Julio César para tener una velada romántica, intensa, con muchas emociones.
No es que Julio César no valga la pena o algo por el estilo, sino que él es casado y, pues, yo estoy obrando muy mal, entregándome y pasando faenas de pasión y fuego en camas de diferentes hostales para que nadie nos vea.
Ya van ocho veces que hacemos lo mismo y siempre digo “es la última vez”, pero no logro resistirme cuando me llama y me dice para encontrarnos y tomarnos un café. Voy de inmediato, como alma que se lleva el diablo, con la intención no de hablar, sino de irnos de frente a los hechos.
Lo peor, doctora, es que Julio César no necesita mucha cosa para convencerme. Le basta su sonrisa, su mirada, una caricia, para que me quede yo sin defensas, a su merced, totalmente derretida. Y él, pues, ni que fuera tonto, me lleva a cualquier sitio para hacerme suya.
No puedo controlarme, doctora. Me gusta demasiado ese hombre, me desarma y me encanta cuando me toma, me acaricia, me besa, me hace suya. Deliro en sus brazos, grito de placer como loca y quedo extenuada, rendida, muerta en vida.
No sé, doctora, hasta cuándo seguirá esta situación. Y fíjese que recién nos hemos vuelto a ver hace apenas tres días, pero ya ahorita mi cuerpo pide a gritos los besos y caricias de Julio César y espero, con desesperación, que me llame para que me vuelva a hacer suya.
Qué consejo me puede brindar usted.