El señor del taxi
El señor del taxi

Don Juan

Parece mentira, pero una de las actividades más agotadoras, tanto física como mentalmente, es la de manejar en Lima. Yo siempre digo que el costo del estrés psicológico que me causa ser taxista es más alto que el petróleo que consume mi station wagon. Y creo que cada año que pasa -ya se terminó este 2019, dicho sea de paso, y se fue volando-- el tráfico será más caótico y, por lo tanto, más extenuante el acto de conducir.

Sin embargo, todo tiene solución. Y así como los futbolistas deben descansar quince minutos entre tiempo y tiempo, los taxistas también. Tras una hora u hora y media de carreras por aquí y por allá, hay que hacer un stop para satisfacer dos necesidades fundamentales de todo chofer responsable: despejarse y rehidratarse. Oxigenar la mente y reponerse bebiendo el líquido elemento.

AGUAS FRESCAS.

El conducir en Lima agota los sentidos. El estrés de manejar en esta ciudad de Dios aumenta la adrenalina, con la consiguiente hipertensión y la exigencia de estar alertas a que se cruce una mosca. Conforme pasan los minutos, el cerebro te pide chepa. Hay que detenerse para respirar -aunque sea smog, pero respirar fuera del auto-. Tomarse un juguito surtido, una gaseosa si no se es diabético o un cafecito cargado en esas mañanas limeñas donde la humedad da frío.

La hidratación es, pasados los cincuenta años, un acto justo y necesario. El cuerpo no es un Volkswagen: necesita mucha agua para vivir. Claro, no hay que exagerar, como mis compadres a quienes llamaban “Los Hidráulicos” porque libaban cuatro días a la semana. Hablo de hidratarse para que la mente, el estómago y los riñones funcionen como un reloj. Y en cuerpo sano, chofer bueno.

UN RELAX.

Parar la máquina unos minutos es lo más saludable para el taxista. Yo cierro el kiosko brevemente, sin apuro, leo todo mi diario “OJO” por obligación -hasta los avisos de difuntos y de brujerías-, luego me estiro como gato, y hago unas flexiones para soltar los músculos y la columna. No atiendo a nadie. Llamo por teléfono a mi mujer o a cualquiera de mis hijos; es decir, me desconecto del taxi.

Luego, ya despejado tras diez minutos de relax, vuelvo al timón, mucho más entero y alerta porque he oxigenado mi mente, antes estresada por las bocinas y los choferes y peatones insufribles. Creo que es el mejor consejo que se le puede dar a un colega taxista: agua y aire, un paréntesis en medio de la selva de cemento. Y si la agüita viene acompañada de un bizcocho o de un alfajor vendido por esas venezolanas que provocan accidentes, mejor aún. Guarda ahí.

Ilustración: BRUNO GARCÍA

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