Disculparán si hablo en primera persona. Yo fui cadete del Colegio Militar “Elías Aguirre”, allí en la carretera a Pimentel, en Chiclayo. Ostento el grado de sargento segundo de reserva, después de cursar los tres últimos años de la secundaria en el CMEA que también implicaban cumplir con el

Los colegios militares están suscritos al Ejército Peruano, por lo tanto, los instructores son oficiales o suboficiales de la institución castrense. Por regla general, siempre son dirigidos por un coronel y hay un jefe de batallón, responsabilidad que recae en un capitán.

En mis tiempos de cadete, algo así como los años maravillosos, el jefe de batallón era el capitán Carlos Perea, perteneciente a la Aviación del EP. Un tipo alto, rudo, que no perdonaba nada. Un día alguien se robó el cerrojo del fusil de dotación de un compañero, un corto reformado que se utilizó en la guerra del 41 con Ecuador, y estalló el escándalo.

Después de darnos un ultimátum para que aparezca el cerrojo, el capitán Perea nos ordenó hacer una fila y, uno por uno, a toda la promoción, nos aplicó un varazo que dolió hasta el alma. Finalmente se supo quién se había llevado la pieza de marras.

Lo pararon al centro del patio general y el último cadete fue llamado para que lo degrade. Le arrancó los galones, le rompió el uniforme y fue despedido por la puerta trasera con un ¡media vuelta! O sea, con todo el batallón dándole la espalda. Eran tiempos de drástica formación.

¿Y a qué viene toda esta historia? A que, a esos 25 militares, entre ellos varios generales, que le han robado millones de soles en gasolina a su alma mater, tienen que recibir todo el peso de la ley. Es como si le hubiesen robado el rosario a su madre.

Esto fue todo por hoy, cierro el Ojo Crítico, hasta mañana.