El 23 de noviembre, o sea un mes antes de la Nochebuena, Lima será el epicentro de un terremoto de buen fútbol y un maremoto de olas inmensas de euforia.

Y es que, ese día, se jugará en el de Ate, la habitual sede de Universitario, la final única de la Copa Libertadores entre dos grandes del continente: y

La Conmebol está depositando en la capital peruana una inmensa responsabilidad organizativa de la que está obligada a salir bien parada luego de haber organizado “los mejores Juegos Panamericanos de la Historia”, ni más ni menos.

Además del aluvión de hinchas de ambos equipos que vendrán de Argentina y Brasil y que gritarán hasta reventar la garganta, también habrá espectadores peruanos con ganas de ver balompié del primer nivel y que tendrán una misión especial: dejar en alto al país desde las graderías.

O sea, tienen que comportarse bien bajo la premisa de que somos “la mejor hinchada del mundo”. Y eso no es poca cosa.

Esta final iba a jugarse en Chile, pero por los problemas sociales que vive el vecino del sur se buscó otra sede y los premiados fuimos nosotros. Moraleja: Todo lo que se gana con un país en tranquilidad política.

Y esto fue todo por hoy, cierro el ojo crítico, hasta mañana.