Ojo, pestaña y ceja. El haber superado la barrera de las cien mil personas contagiadas por el (108, 769 para ser exactos, además de 3,148 fallecidas) no solo debe ser motivo de un temor extremo, sino también de un análisis a conciencia sobre qué hemos hecho mal como sociedad en su conjunto para ser en este momento el segundo país más afectado por el COVID-19 en Latinoamérica, por detrás del gigante Brasil.

Este pergamino sanitario, también, es válido para la vergüenza. El Gobierno de Vizcarra, seguramente, ha tenido errores en cuanto a la estrategia para frenar la pandemia, no obstante, hubo y hay peruanos cabeza dura que se resisten a aceptar que estamos en una disyuntiva hipotéticamente pura: la vida o la muerte.

Y es, precisamente, ese segmento de infractores a las normas establecidas el que está en contra de la cuarentena y quieren regresar a la “normalidad”. ¿Cuál normalidad? Esta ya fue. Es agua pasada, tierra quemada. El punto final de los finales, al que no le siguen dos puntos suspensivos, como diría el maestro Sabina.

El mundo, incluido Perú, nunca más será el mismo. Este virus cornudo nos ha demostrado lo minúsculos que somos y cuán frágil es la medicina para acabar con una epidemia, pese a sus innegables avances en favor de la humanidad. Ojalá que la noticia bomba del hallazgo de la cura llegue pronto.

Por si esto fuera poco, regresando a nuestro país, tenemos el cuajo -por decir lo menos- de subir el precio de los medicamentos que ayudan a amenguar la sintomatología del coronavirus. Esto es un crimen y lo decimos así, en mayúsculas. ¿Qué nos pasa, por Dios? ¿Dónde está la consideración, el desprendimiento y el espíritu de cuerpo? Lucramos con la necesidad del prójimo enfermo casi como un deporte y eso revela, señores, de qué estamos hechos.

Esto fue todo por hoy, cierro el ojo crítico, hasta mañana.