“Sufro de los nervios, se me enfría la cara, el cuerpo me tiembla y se me vienen las lágrimas. Sentimiento tengo (al recordar el huaico). A veces paro soñando, me da miedo bajar (al primer piso), debe ser por todo el desmonte que había ahí”, relata sin poder contener las lágrimas Felipe Maldonado Trejo (78), una de las miles de personas que quedaron entre la desolación y la miseria luego de que, el martes 15 de marzo, el desborde del río Huarmey dejara inundada la ciudad del mismo nombre, en Áncash.
Recuperación. A pesar de su avanzada edad y los estragos de una operación a la que fue sometido, don Felipe se levanta todos los días a las 6.00 de la mañana para retirar el barro y desmonte que invadió su vivienda, ubicada en la avenida Olivar 150, y provocó que lo perdiera casi todo. Solo su esposa, doña Judith Cristóbal Robles, le da fuerzas para continuar recordándole que “lo importante es que están con vida”.
Sin embargo, esto no es suficiente para el septuagenario, pues, además de limpiar solo su hogar, tiene que atender a la compañera de su vida, quien no puede caminar por un mal en la cadera, sufre de vértigo y perdió la vista en un ojo por la diabetes que padece.
“El agua rompió la puerta y entró con fuerza. Yo tengo un nieto con retraso mental y mi esposa enferma, con las justas nos hemos salvado”, narra don Felipe. Después, rompe en llanto y repite: “mientras otros tienen a sus familias por acá por allá, herramientas que les han regalado. Yo no tengo nada (para limpiar su casa)”.
Al dejar la vivienda, el anciano, con los pies descalzos, continúa con la rutina que adoptó tras el huaico, para luego ayudar a Judith a bajar las escaleras y llevarla hasta una posta médica para que le coloquen su inyección.
“Todo está enterrado”. A pocos metros, en la avenida Pativilca, doña Felipa Gamarra Olivera (78) vuelve a su inmueble para intentar rescatar “aunque sea su cama”. Una vez en la puerta, conversa con su vecina y su expresión cambia. Las lágrimas ruedan por sus mejillas.
“Todo está enterrado. He venido a ver si puedo sacar algo de mi casa, pero todo se ha enterrado. Las paredes se han caído, no puedo entrar”, cuenta a OJO luego de recordar que, cuando sucedió la inundación, “lloró toda la noche”.
Ambas historias reflejan el sentimiento desolador con el que tienen que luchar los habitantes de Huarmey, donde las calles parecen pantanos y los techos de las viviendas son usados para pernoctar. Según los vecinos, la ayuda no llega como debería, pues no solo necesitan comer, sino también herramientas para retirar el estrago que dejó el huaico.
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