Un ángel en el Vraem
Un ángel en el Vraem

El 8 de marzo de 2001 es una fecha imborrable para sor Hermila Duárez Montenegro. Aquel día, acompañada de otras cuatro religiosas, llegó a Mazamari, un pequeño del distrito de la provincia de Satipo, en Junín, que integra la zona del Perú más azotada por el narcotráfico y el terrorismo: el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem).
Su misión era ayudar al sacerdote español Joaquín Ferrer en el albergue que había construido para los niños huérfanos de las diversas comunidades nativas, cercanas a los ríos Ene, Perené, Tambo, Ucayali y Mazamari. Nueve años después, esta obra social conocida como la Aldea del Niño Beato Junípero Serra quedaría en sus manos.

INICIO DIFÍCIL. Cuando recién empezó a funcionar la aldea eran 70 los niños albergados. Todos habían perdido a sus padres a causa de la violencia social. “Los menores que tenían entre 3 y 18 años estaban en total abandono, por eso el sacedorte decide darles vestimenta, educación, alimentación y, sobre todo, un hogar ”, recuerda la hermana.
Desde que pisó Mazamari, el trabajo fue arduo. No solo por la responsabilidad que implicaba ser madre y padre para los niños, sino también por los escasos recursos con los que contaban. Pese a la difícil situación, sor Hermila asegura “que la providencia nunca faltó para asumir los gastos”. Además, conforme pasaban los años iban apareciendo aliados.
En 2002, por ejemplo, la ONG Madre Coraje comenzó a apoyarlos con víveres, medicinas y útiles escolares. Esta colaboración dio pie a que el proyecto crezca. De poseer solo un área de albergue y 12 aulas, pasaron a tener un extenso cerco perimétrico que permitió la ampliación de la escuela.
“Esto fue un gran logro porque los niños de Mazamari podían acceder a un colegio sin necesidad de caminar mediodía, ir por horas en un bote o cruzar los ríos Tambo o Ene”, señala.

TRABAJO ARDUO. Con el tiempo, la hermana Hermila se convirtió en la mano derecha del padre Ferrer, pues fue la única que no viajó a otras misiones. Por eso, tras la muerte del religioso, en 2011, quedó al mando de la institución. Uno de los principales problemas que enfrentó fue la falta de oportunidades para los egresados, quienes volvían a estar expuestos al entorno sombrío.
El panorama cambió gracias a que conseguió convenios importantes y abrió talleres de carpintería y costura. “La mayoría ha continuado con estudios superiores, ya son padres de familia, jefes de las comunidades y personas totalmente buenas”, dice orgullosa como si se tratara de sus propios hijos.

CON INGENIO. En los casi cinco años que lleva como directora ha logrado convertir la aldea en el hogar de 200 niños, el colegio de 700 alumnos y el hospital más cercano a la población. ¿Cómo? Con esfuerzo y sobre todo ingenio, pues nunca pierde una oportunidad para forjar alianzas. Es más, ya tiene proyectado adecuar la escuela a la era digital.
Con el sosiego que la caracteriza, sor Hermila asegura que su mayor recompensa es saber que contribuye a cambiar la historia de Mazamari, pueblo al que considera un paraíso. “Quiero un Mazamari de progreso, de camino al desarrollo y sobre todo de paz. Mientras haya eduación, eso se logrará”, finaliza.