Recuerdo que en mi primera clase universitaria mi profesor explicó que a nivel molecular los alimentos estaban cargados de nutrientes como las proteínas, vitaminas y minerales que son, precisamente, elementos que no sólo constituyen nuestro cuerpo, sino que, además, constantemente actúan y se transforman en nuevas moléculas en un sorprendente proceso llamado ‘metabolismo’.

Nuestro cuerpo está en continua transformación, según lo que nuestro ADN demanda. Hacia los años 1980, los japoneses notaron que lo que comemos no sólo tiene una implicancia en esta transformación y construcción permanente; en los alimentos también existen otros componentes bioactivos que interactúan con nuestro cuerpo no para nutrir, pero sí para aportar un beneficio a la salud. Fue entonces cuando nació el concepto de ‘alimento funcional’.

Cuando hablamos, por ejemplo, del arándano y su efecto beneficioso en la circulación sanguínea, se debe a la acción de sus componentes bioactivos, motivo por el cual es considerado un alimento funcional. Otro ejemplo es “Fluye”, un producto funcional que beneficia la salud digestiva.

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