Cuando consumimos alcohol, este se absorbe rápidamente en el estómago y el intestino delgado, ingresando al torrente sanguíneo. Desde allí, llega al hígado, donde comienza su metabolización. El hígado produce enzimas, como la alcohol deshidrogenasa, que descomponen el alcohol en compuestos menos tóxicos. Sin embargo, si bebemos más de lo que el hígado puede procesar, el alcohol se acumula en la sangre, afectando diversos órganos.
El cerebro es especialmente sensible al alcohol. Este actúa como depresor del sistema nervioso central, lo que explica la sensación inicial de relajación o euforia. Con el tiempo, puede ralentizar el pensamiento, la coordinación y la toma de decisiones.
El alcohol también afecta el sistema cardiovascular, aumentando temporalmente la presión arterial y el ritmo cardíaco. Además, deshidrata el cuerpo, ya que inhibe la liberación de una hormona que regula el equilibrio de líquidos. Por eso, beber con moderación es clave.
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